terça-feira, março 31, 2009

Carta de Um Louco

O conto deste mês veio em espanhol. Isso por si só já constitui um desafio. Não percebo a presença constante e notória de visitantes no SER CARLINO - e ainda para ler em espanhol?! O fato é que queria muito postar este conto. Na minha opinião é um dos contos mais fabulosos que já foram escritos. Busquei em vários sítios da Net o texto em português, todavia não obtive sucesso. Até que o achei em espanhol. Tentei traduzi com o TRADUTOR DO GOOGLE, mas o resultado não foi positivo. Resolvi deixar como está. Se você não ler em espanhol há edições POCKET a preços acessíveis. Pensei em postar outros contos que achei de Maupassant, como O Horla, Bola de Sebo, Magnetismo ou A Morta, entrementes desde o dia que li este conto, ele passou a fazer parte de minha preferência. É aquela química do texto essencial, que se inscreve de forma definitiva no seu séquito literário.

Henry René Albert Guy de Maupassant nasceu em 5 de agosto de 1850 e morreu em 6 de julho de 1893. É considerado por muitos como um dos maiores contistas de todos os tempos. Seus escritos possuem uma densa carga psicológica e firme crítica social. Cultivou amizade com os grandes escritores naturalistas e realistas do seu tempo - Zola, Flaubert e com o russo Turguniev. Desde pequeno, Maupassant sempre revelou propensões para a literatura. Principiou as suas leituras por Shakespeare muito cedo incentivado pelo pai. Foi enviado para o seminário, mas na vida eclesiástica não se firmou. Zombava dos colegas e superiores. Por essa época entrou em contato com Musset e Hugo. Serviu ao exército na guerra franco-alemã. Ao cabo da guerra, entrou para a Marinha realizando tarefas burocráticas. As anotações minunciosamente trabalhadas da vida pública, vai lhe fornecer material para a escrita dos seus textos.


Realizava longas caminhadas às margens do rio Sena e fixava atenção na água. Nutria uma admiração espantosa para com a água. Segundo ele, o líquido era o símbolo da morte. Ao abandonar o serviço público, passa a trabalhar com Gustav Flaubert. Dar-se aí o seu crescimento como escritor. Flaubert incuti-lhe subtilezas estilísticas. Fornece-lhe o treinamento para que Maupassant se torne num grande objetivista.


Descobriu nas drogas a possibilidade da criação literária. Usava éter, haxixe, ópio e morfina. Buscava com isso abafar suas constantes dores de cabeça e aguçar a percepção. Guy passou em certo momento a ter alucinações, uma obsessão por doenças e pela morte. Temia principalmente a si mesmo. Certa vez escreveu: "Fixando os meus olhos sobre a minha própria imagem refletida no espelho, acredito perder a noção de mim. Nesse momento tudo se atrapalha em meu espírito, e eu acho estranho não me reconhecer. É curioso ser o que sou, isto é, qualquer um. E eu sinto que, se esse estado demorasse mais um minuto, eu me tornaria completamente louco. Pouco a pouco meu cérebro esvaziaria de todo pensamento". Esses impulsos atormentadores, fizeram-no com tentasse o suícidio em 1892 cortando a garganta. Ficou bastante tempo internado em um hospital na capital francesa. Morre em 1893.


Apesar de viver num período literário em que a estética é realista e naturalista, Maupassant é classificado como objetivista, embora traga em seus escritos características das duas tendências citadas. Para a Maupassant, a vida não é boa nem ruim. Ele não chega a conclusões morais acerca dos eventos que narra. Resume-se apenas a narrá-los. Enfatiza apenas a impotência do ser humano diante dos fatos da vida. Percebe-se aí a influência shopenhauriana. O homem é um animal efêmero sobre um globo perdido na imensidão do Universo.


No conto
Carta de um Louco que ora posto, versa sobre "o fantástico que reside em nossa máquina imperfeita, em nossos sentido insuficientes. O homem só tem olhos para o mundo humano, a prisão humana é uma condenação".


As paráfrases que fiz aqui foram extraídas de dois livros de Maupassant que possuo:
Bola de Sebo e outros contos, lançado pela Editora Martin Claret e Contos Fantásticos - O Horla & Outras Histórias da Editora gaúcha L&PM. AQUI é possível ler um pouco mais sobre a biografia de Maupassant e AQUI alguns outros contos.


Carta de um Louco

Querido doctor, me pongo en sus manos. Haga usted de mí lo que guste.

Voy a decirle con toda franqueza mi extraño estado de ánimo, y juzgue si no sería mejor que cuidasen de mí durante algún tiempo en una casa de salud, en vez de dejarme presa de las alucinaciones y sufrimientos que me atormentan.

Ésta es la historia, larga y exacta, de la singular enfermedad de mi alma.

Vivía yo como todo el mundo, mirando la vida con los ojos abiertos y ciegos del hombre, sin sorprenderme ni comprender. Vivía como viven las bestias, como vivimos todos, cumpliendo todas las funciones de la existencia, analizando y creyendo ver, creyendo saber, creyendo conocer lo que me rodea, cuando un día me di cuenta de que todo es falso.

Fue una frase de Montesquieu la que súbitamente iluminó mi pensamiento. Es ésta: “Un órgano de más o de menos en nuestra máquina nos hubiera dado una inteligencia distinta. En una palabra, todas las leyes asentadas sobre el hecho de que nuestra máquina es de una determinada forma serían diferentes si nuestra máquina no fuera de esa forma.”

He pensado en esto durante meses, meses y meses, y poco a poco ha penetrado en mí una extraña claridad, y esa claridad ha creado ahí la oscuridad.

En efecto, nuestros órganos son los únicos intermediarios entre el mundo exterior y nosotros. Es decir, que el ser interior que constituye el yo se halla en contacto, mediante algunos hilillos nerviosos, con el ser exterior que constituye el mundo.

Pero, además de que ese ser exterior se nos escapa por sus proporciones, su duración, sus propiedades innumerables e impenetrables, sus orígenes, su futuro o sus fines, sus formas lejanas y sus manifestaciones infinitas, nuestros órganos, sobre la parcela que de él podemos conocer, no nos suministran otra cosa que informes tan inseguros como poco numerosos.

Inseguros, porque únicamente son las propiedades de nuestros órganos las que determinan para nosotros las propiedades aparentes de la materia.

Poco numerosos, porque al no ser nuestros sentidos más que cinco, el campo de sus investigaciones y la naturaleza de sus revelaciones se hallan necesariamente muy restringidos.

Me explico: la vista nos indica las dimensiones, las formas y los colores. Nos engaña en esos tres puntos.

No puede revelarnos otra cosa que los objetos y seres de dimensión media, proporcionados a la estatura humana, lo cual nos lleva a aplicar la palabra grande a determinadas cosas y la palabra pequeño a otras, sólo porque su debilidad no le permite conocer lo que es demasiado vasto o demasiado menudo para él. De ahí resulta que no se sabe ni se ve casi nada, que el universo casi entero le queda oculto, la estrella que habita el espacio y el animal que habita la gota de agua.

Incluso, aunque tuviera cien millones de veces su potencia normal, aunque viese en el aire que respiramos todas las especies de seres invisibles, así como los habitantes de los planetas próximos, todavía quedarían numerosos infinitos de especies de animales más pequeños y mundos tan lejanos que jamás alcanzaría.

Así pues, todas nuestras ideas de proporción son falsas porque no hay límite posible en la magnitud ni en la pequeñez.

Nuestra apreciación sobre las dimensiones y las formas no tiene ningún absoluto al venir determinada únicamente por la potencia de un órgano y por una comparación constante con nosotros mismos.

Hemos de añadir que la vista todavía es incapaz de ver lo transparente. Un cristal sin defecto la engaña, la confunde con el aire que tampoco ve.

Pasemos al color.

El color existe porque nuestra vista está hecha de modo que transmite al cerebro, en forma de color, las diversas formas en que los cuerpos absorben y descomponen, siguiendo su constitución química, los rayos luminosos que dan en ellos.

Todas las proporciones de esa absorción y de esa descomposición constituyen matices.

Así pues, este órgano impone a la inteligencia su modo de ver, mejor dicho, su forma arbitraria de constatar las dimensiones y de apreciar las relaciones de la luz y la materia.

Analicemos el oído.

Somos juguetes y víctimas, más todavía que en el caso de la vista, de ese órgano fantasioso.

Dos cuerpos, al chocar, producen cierta vibración de la atmósfera. Ese movimiento hace estremecerse en nuestra oreja cierta pielecilla que trueca inmediatamente en ruido lo que en realidad no es otra cosa que una vibración.

La naturaleza es muda. Pero el tímpano posee la propiedad milagrosa de transmitirnos en forma de sentidos, y de sentidos diferentes según el número de vibraciones, todos los estremecimientos de las ondas invisibles del espacio.

Esa metamorfosis realizada por el nervio auditivo en el breve trayecto de la oreja al cerebro nos ha permitido crear un arte extraño, la música, la más poética y precisa de las artes, vaga como un sueño y exacta como el álgebra.

¿Qué decir del gusto y del olfato? ¿Conoceríamos los perfumes y la calidad de los alimentos sin las propiedades peregrinas de nuestra nariz y nuestro paladar?

Sin embargo, la humanidad podría existir sin oído, sin gusto y sin olfato, es decir, sin ninguna noción del ruido, del sabor y del olor.

Así pues, si tuviéramos algunos órganos menos, desconoceríamos cosas admirables y singulares, pero si tuviéramos algunos más, descubriríamos a nuestro alrededor una infinidad de otras cosas que nunca supondremos por falta de medio para constatarlas.

Por lo tanto, nos equivocamos cuando juzgamos lo Conocido, y estamos rodeados de Desconocido inexplorado.

Por lo tanto, todo es inseguro, y puede apreciarse de diferentes maneras.

Todo es falso, todo es posible, todo es dudoso.

Formulemos esta certidumbre sirviéndonos del viejo proverbio: “Verdad a este lado de los Pirineos, error al otro lado.”

Y decimos: verdad en nuestro órgano, error en el de al lado.

Dos y dos no deben ser cuatro fuera de nuestra atmósfera.

Verdad en la tierra, error más lejos, de donde deduzco que los misterios vislumbrados como la electricidad, el sueño hipnótico, la transmisión de la voluntad, la sugestión y todos los fenómenos magnéticos sólo siguen ocultos para nosotros porque la naturaleza no nos ha proporcionado el órgano o los órganos necesarios para comprenderlos.

Después de haberme convencido de que todo lo que me revelan mis sentidos sólo existe para mí tal como yo lo percibo, y de que sería totalmente diferente para otro ser organizado de otro modo, después de haber llegado a la conclusión de que una humanidad hecha de otra forma tendría sobre el mundo, sobre la vida y sobre todo ideas absolutamente opuestas a las nuestras, porque el acuerdo de las creencias sólo deriva de la similitud de los órganos humanos, y las divergencias de opiniones provienen únicamente de ligeras diferencias de funcionamiento de nuestros hilillos nerviosos, he hecho un esfuerzo de pensamiento sobrehumano para suponer lo impenetrable que me rodea.

¿Me he vuelto loco?

Me he dicho: “Estoy rodeado de cosas desconocidas.” He supuesto al hombre desprovisto de orejas y he supuesto el sonido como suponemos tantos misterios ocultos; el hombre constata fenómenos acústicos cuya naturaleza y procedencia no podría determinar. Y he tenido miedo de todo lo que me rodea, miedo del aire, miedo de la oscuridad. Desde el momento en que no podemos conocer casi nada, y desde el momento en que todo es ilimitado, ¿qué es el resto? ¿No es el vacío? ¿Qué hay en el vacío aparente?

Y ese terror confuso de lo sobrenatural que acosa al hombre desde el nacimiento del mundo es legítimo, porque lo sobrenatural no es otra cosa que lo que permanece velado para nosotros.

Entonces he comprendido el espanto. Me ha parecido que rozaba constantemente el descubrimiento de un secreto del universo.

He intentado aguzar mis órganos, excitarlos, hacerles percibir por momentos lo invisible.

Me he dicho: “Todo es un ser. El grito que pasa en el aire es un ser comparable a la bestia, puesto que nace, produce un movimiento y se transforma incluso para morir. Por lo tanto, el espíritu pusilánime que cree en seres incorpóreos no se equivoca. ¿Quiénes son?”

¡Cuántos hombres los presienten, se estremecen cuando se acercan, tiemblan con su imperceptible contacto! Uno los siente a su lado, alrededor, pero es imposible distinguirlos, porque no tenemos los ojos que los verían, o mejor dicho el órgano desconocido que podría descubrirlos.

Así pues, sentía en mí, más que nadie, a esos transeúntes sobrenaturales. ¿Seres o misterios? ¿Lo sé acaso? No podría decir lo que son, pero siempre podría señalar su presencia. Y he visto —he visto un ser invisible— hasta donde puede verse a esos seres.

Permanecía noches enteras inmóvil, sentado ante mi mesa, con la cabeza entre las manos y pensando en esto, pensando en ellos. De pronto creí que una mano intangible, o más bien un cuerpo inasequible, rozaba ligeramente mi pelo. No me tocaba, por no ser de esencia carnal, sino de esencia imponderable, incognoscible.

Pero una noche oí crujir el entarimado a mis espaldas. Crujió de un modo singular. Me estremecí. Me volví. No vi nada. Y no volví a pensar en ello.

Pero al día siguiente, a la misma hora, se produjo el mismo ruido. Tuve tanto miedo que me levanté, seguro, completamente seguro de que no estaba solo en mi cuarto. No se veía nada sin embargo. El aire estaba límpido y transparente en todas partes. Mis dos lámparas iluminaban todos los rincones.

El ruido no se repitió y fui calmándome poco a poco; sin embargo, permanecía inquieto y me volvía a menudo.

Al día siguiente me encerré a hora temprana, buscando la forma en que podría conseguir ver lo Invisible que me visitaba.

Y lo vi. Estuve a punto de morir de terror.

Había encendido todas las bujías de mi chimenea. La habitación estaba iluminada como para una fiesta. Sobre la mesa ardían mis dos lámparas.

Frente a mí, la cama, una vieja cama de roble con columnas. A la derecha, mi chimenea. A la izquierda, la puerta, con el cerrojo echado. A mi espalda, un grandísimo armario de luna. Me miré en él. Tenía unos ojos extraños y las pupilas muy dilatadas.

Luego me senté como todos los días.

La víspera y la antevíspera el ruido se había producido a las nueve y veintidós minutos. Esperé. Cuando llegó el momento preciso, percibí una sensación indescriptible, como si un fluido, un fluido irresistible hubiera penetrado en mí por todas las parcelas de mi carne, sumiendo mi alma en un espanto atroz. Y se produjo el crujido, justo a mi lado.

Me incorporé volviéndome tan deprisa que estuve a punto de caerme. Se veía como en pleno día, ¡pero yo no me vi en el espejo! Estaba vacío, claro, lleno de luz. Yo no estaba dentro, y sin embargo me hallaba enfrente. Lo miré con ojos enloquecidos. No me atrevía a avanzar hacia él, sintiendo que entre nosotros se interponía él, lo Invisible, que me tapaba.

¡Qué miedo pasé! Y he aquí que empecé a verlo envuelto en bruma en el fondo del espejo, en una bruma como a través del agua; y me parecía que aquella agua fluía de izquierda a derecha, lentamente, volviéndome más preciso segundo a segundo. Era como el final de un eclipse. Lo que me tapaba no tenía contornos, sino una especie de transparencia opaca que iba aclarándose poco a poco.

Y finalmente pude verme con claridad, como hago todos los días cuando me miro.

¡Lo había visto!

Y no he vuelto a verlo.

Pero lo espero sin cesar, y siento que mi cabeza se extravía en esa espera.

Permanezco horas, noches, días y semanas delante del espejo esperándolo. ¡Ya no viene!

Ha comprendido que yo lo he visto. Mas yo sé que lo esperaré siempre, hasta la muerte, que lo esperaré sin descanso, delante de ese espejo, como un cazador al acecho.

Y en ese espejo empiezo a ver imágenes locas, monstruos, cadáveres horribles, toda clase de bestias espantosas, de seres atroces, todas las visiones inverosímiles que deben acosar la mente de los locos.

Ésta es mi confesión, querido doctor. Dígame qué debo hacer.

EXTRAÍDO DAQUI

quinta-feira, março 26, 2009

A solidão da música

Caiu a noite.
Veio com ela a solidão.
Gotas miúdas tamborilam no telhado.
Mozart suaviza as minhas emoções.
A saudade que me envolve.
Desejo sair por aí.
Caminhar.
Contar para os homens das novidades
Sutis, poéticas que estão comigo
Aqui e agora.
Há vapores emanando de cada palavra
Que defendo.
O piano com sua melodia enche os
Meus olhos de certeza de que a beleza
É tímida.
Ele não se mostra costumeiramente.
A baixeza, os cultivos ineptos não
Contribuem positivamente para o futuro
Da humanidade.
Sinto todas as cores do arco-íris a me embargarem.
Essa experiência me mostra a grandeza
Dos pequenos, delicados acontecimentos.
Abraço-me com o silêncio que sai da música.
Penso em realidades enormes.
A música que é vaga como um sonho
E exata como a algébrica sentença da matemática.
Alegro-me com essas disposições.
Descubro: não estou sozinho.
Estou com Mozart e o seu concerto para piano e
Orquestra número 26.
Isso me faz completo.
A solidão da música me educa.

Por Carlos Antônio Maximino de Albuquerque
Data: sábado, 20 de setembro de 2008, 23:25:17.

quinta-feira, março 12, 2009

Quase diário IV

Vês, ninguém achou engraçadas as tuas pantominas!
Porque o esforço que se tem de desprender para ser é quase diário.
Hoje pela manhã eu ouvi o que não queria ouvir.
Vieram-me á cabeça sentenças desaprovativas.
As palavras furavam as costelas de minha inauteridade.
Mas doíam, e como doíam – eram laminosas.
Palavras e sentenças machucam quando elas vêem das pessoas
Com as quais você já firmou acordos e vínculos estabelecidos.
É grandiosa a vida e o senso de quase sobre-vida que se tem de aceitar
E tomar como valor e determinação pelo chão erosivo da vida.
É quase diário que os valores e convicções devam permanecer como
Monumento catedrático, esculpido, moldado, assentado sob pilares
Fortes e inamovíveis.
Não gosto de ouvir tais sentenças.
Elas machcam-me. Verrumam minha paciência e a minha paz.
São duras as palavras quando precipitam do céu da verdade.
Elas martelam, comprimem a consciência cheia de certeza e reconhecimento.
Como me é duro aceitar a vida como proposta diária.
Quase todos os dias um desestímulo, uma agressão.
Ah, como eu gostaria de não ter ouvidos como captores para não poder
Apanhar esses sons perturbadores.
As palavras que tenho ouvido machuca-me como lanças afiadas.
Elas cutucam, grudam com efeito pegajoso na minha mente.
Deus do céu dar-me confiança, paciência e perseverança para que
Eu continue aceitando a vida como desafio diário.
Essa cama de pregos onde estou deitado me afugenta a paz.
Mãos invisíveis tem me segurado e me algemado os pés.
Eu sinto uma angústia desesperadora a me roer a semelhança
De cupins operários.
É quase diária a minha luta.
É quase diário o meu dilema.
Mas a vida passa a ser vida quando eu me decido a ser na contingência
Diária do ser sendo.
Sou o que sou, porque ainda não me tornei naquilo que pretendo ser.
Mas enquanto não me torno naquilo que pretendo, vou gozando
E sendo aquilo que sou agora, por não ter outra alternativa a não ser, ser.
Hoje é um novo dia para eu aprender a ser.
Hoje eu tenho uma luta para enfrentar.
Preciso aprender para ir sendo neste projeto diário de existência.

Por Carlos Antônio M. Albuquerque
Data: 11/6/2004 08:47:32, sexta-feira.

quarta-feira, março 04, 2009

Baleia

Não postei o conto no mês de fevereiro como havia prometido inicialmente. O cronograma se orientaria por textos (diz-se contos) que marcaram a minha caminhada como leitor. "Que bom!"- penso. No mês de março teremos dois contos. Devo explicar o texto que ora posto. Do ponto de vista do gênero literário, não se classificaria como um conto. Está mais para o capítulo de uma novela, gênero mais extensivo, com maiores desenvolvimentos e números de cenas. Portanto, com um número maior de acontecimentos e personagens. O texto abaixo é um dos capítulos do livro "Vidas Secas", de Graciliano Ramos (mais uma vez!). O capítulo chama-se "Baleia". Narra como se dá a morte da canhorra que era um dos membros da família malfada de Fabiano. Acredito que seja uma das páginas mais lindas e sensíveis da história da literatura. Não quero entrar em discussão para situar o texto no terreno do gênero literário. Fica como está! O texto é formidável. Precisa ser lido e apreciado. Após ter postado o texto, fiz uma leitura em voz alta e os meus olhos se encheram de lágrima, tamanho o poder de encanto da escrita seca do velho Graça - como era chamado pelos mais íntimos. Boa leitura para os possíveis leitores desse blogger! Um abraço carlino!
_____________________________________________________
A CACHORRA Baleia estava para morrer. Tinha emagrecido, o pelo caíra-lhe em vários pontos, as costelas avultavam num fundo róseo, onde manchas escuras supuravam e sangravam, cobertas de moscas. As chagas da boca e a inchação dos beiços dificultavam-lhe a comida e a bebida.
Por isso Fabiano imaginara que ela estivesse com um príncipio de hidrofobia e amarrara-lhe no pescoco um rosário de sabugos de milho queimados. Mas Baleia, sempre de mal a pior, rocava-se nas estacas do curral ou metia-se no mato, impaciente, enxotava os mosquitos sacudindo as orelhas murchas, agitando a cauda pelada e curta, grossa na base, cheia de moscas, semelhante a uma cauda de cascavel.
Então Fabiano resolveu matá-la. Foi buscar a espingarda de pederneira, lixou-a, limpou-a com o saca-trapo e fez tenção
de carregá-la bem para a cachorra não sofrer muito. Sinhá Vitória fechou-se na camarinha, rebocando os meninos assustados, que adivinhavam desgra,ca e não se cansavam de
repetir a mesma pergunta:
- Vão bulir com a Baleia?
Tinham visto o chumbeiro e o polvarinho, os modos de Fabiano afligiam-nos, davam-lhes a suspeita de que Baleia corria perigo. Ela era como uma pessoa da família: brincavam juntos os três, para bem dizer não se diferençavam, rebolavam na areia do rio e no estrume fofo que ia subindo, ameaçava cobrir o chiqueiro das cabras. Quiseram mexer na taramela e abrir a porta, mas Sinhá Vitória levou-os para a cama de varas, deitou-os e esforçou-se por tapar-lhes os ouvidos prendeu a cabeça do mais velho entre as coxas e espalmou as mãos nas orelhas do segundo. Como os pequenos resistissem, aperreou-se e tratou de subjugá-los, resmungando com energia. Ela também tinha o coração pesado, mas resignava-se: naturalmente a decisão de Fabiano era necessária e justa. Pobre da Baleia. Escutou, ouviu o rumor do chumbo que se derramava no cano da arma, as pancadas surdas da vareta na bucha. Suspirou. Coitadinha da Baleia. Os meninos começaram a gritar e a espernear. E como Sinhá Vitória tinha relaxado os músculos, deixou escapar o mais taludo e soltou uma praga:
- Capeta excomungado.
Na luta que travou para segurar de novo o filho rebelde, zangou-se de verdade. Safadinho. Atirou um cocorote ao crânio enrolado na coberta vermelha e na saia de ramagens. Pouco a pouco a cólera diminuiu, e Sinhá Vitória, embalando as criancas, enjoôu-se da cadela achacada, gargarejou muxoxos e nomes feios. Bicho nojento, babão. Inconveniência deixar cachorro doido solto em casa. Mas compreendia que estava sendo severa demais, achava difícil Baleia endoidecer e lamentava que o marido não houvesse esperado mais um dia para ver se realmente a execução era indispensável. Nesse momento Fabiano andava no copiar, batendo castanholas com os dedos. Sinhá Vitória encolheu o pescoço e tentou encostar os ombros as orelhas. Como isto era impossível, levantou os bracos e, sem largar o filho, conseguiu ocultar um pedaço da cabeça. Fabiano percorreu o alpendre, olhando a baraúna e as porteiras, aculando um cão invisível contra animais invisíveis:
- Eco! eco!
Em seguida entrou na sala, atravessou o corredor e chegou a janela baixa da cozinha. Examinou o terreiro, viu Baleia coçando-se a esfregar as peladuras no pé de turco, levou a espingarda ao rosto. A cachorra espiou o dono desconfiada, enroscou-se no tronco e foi-se desviando, ateéficar no outro lado da árvore, agachada e arisca, mostrando apenas as pupilas negras. Aborrecido com esta manobra, Fabiano saltou a janela, esgueirou-se ao longo da cerca do curral, deteve-se no mourão do canto e levou de novo a arma ao rosto. Como o animal estivesse de frente e não apresentasse bom alvo, adiantou-se mais alguns passos. Ao chegar as catingueiras, modificou a pontaria e puxou o gatilho. A carga alcançou os quartos traseiros e inutilizou uma perna de Baleia, que se pôs a latir desesperadamente. Ouvindo o tiro e os latidos, Sinhá Vitória pegou-se a Virgem Maria e os meninos rolaram na cama, chorando alto. Fabiano recolheu-se. E Baleia fugiu precipitada, rodeou o barreiro, entrou no quintalzinho da esquerda, passou rente aos craveiros e as panelas de losna, meteu-se por um buraco da cerca e ganhou o pátio, correndo em tres pés. Dirigiu-se ao copiar, mas temeu encontrar Fabiano e afastou-se para o chiqueiro das cabras. Demorou-se ai um instante, meio desorientada, saiu depois sem destino, aos pulos.
Defronte do carro de bois faltou-lhe a perna traseira. E, perdendo muito sangue, andou como gente, em dois pés, arrastando com dificuldade a parte posterior do corpo. Quis recuar e esconder-se debaixo do carro, mas teve medo da roda. Encaminhou-se aos juazeiros. Sob a raiz de um deles havia uma barroca macia e funda. Gostava de espojar-se ali: cobria-se de poeira, evitava as moscas e os mosquitos, e quando se levantava, tinha folhas secas e gravetos colados as feridas, era um bicho diferente dos outros. Caiu antes de alcançar essa cova arredada. Tentou erguer-se, endireitou a cabeça e estirou as pernas dianteiras, mas o resto do corpo ficou deitado de banda. Nesta posição torcida, mexeu-se a custo, ralando as patas, cravando as unhas no chão, agarrando-se nos seixos miúdos. Afinal esmoreceu e aquietou-se junto às pedras onde os meninos jogavam cobras mortas. Uma sede horrível queimava-lhe a garganta. Procurou ver as pernas e não as distinguiu : um nevoeiro impedia-lhe a visão. Pôs-se a latir e desejou morder Fabiano. Realmente não latia: uivava baixinho, e os uivos iam diminuindo, tornavam-se quase imperceptíveis. Como o sol a encandeasse, conseguiu adiantar-se umas polegadas e escondeu-se numa nesga de sombra que ladeava a pedra. Olhou-se de novo, aflita. Que lhe estaria acontecendo? O nevoeiro engrossava e aproximava-se. Sentiu o cheiro bom dos preás que desciam do morro, mas o cheiro vinha, fraco e havia nele partículas de outros viventes. Parecia que o morro se tinha distanciado muito. Arregaçou o focinho, aspirou o ar lentamente, com vontade de subir a ladeira e perseguir os preás, que pulavam e corriam em liberdade. Começou a arquejar penosamente, fingindo ladrar. Passou a língua pelos beiços torrados e não experimentou nenhum prazer. O olfato cada vez mais se embotava: certamente os preás tinham fugido. Esqueceu-os e de novo lhe veio o desejo de morder Fabiano, que lhe apareceu diante dos olhos meio vidrados, com um objeto esquisito na mão. Não conhecia o objeto, mas pôs-se a tremer, convencida de que ele encerrava surpresas desagradáveis. Fez um esforço para desviar-se daquilo e encolher o rabo. Cerrou as pálpebras pesadas e julgou que o rabo estava encolhido. Não poderia morder Fabiano: tinha nascido perto dele, numa camarinha, sob a cama de varas, e
consumira a existência em submissão, ladrando para juntar o gado quando o vaqueiro batia palmas. O objeto desconhecido continuava a ameacá-la. Conteve a respiração, cobriu os dentes, espiou o inimigo por baixo das pestanas caídas. Ficou assim algum tempo, depois sossegou.
Fabiano e a coisa perigosa tinham-se sumido. Abriu os olhos a custo. Agora havia uma grande escuridão, com certeza o sol desaparecera. Os chocalhos das cabras tilintaram para os lados do rio, o fartum do chiqueiro espalhou-se pela vizinhança. Baleia assustou-se. Que faziam aqueles animais soltos de noite? A obrigação dela era levantar-se, conduzi-los ao bebedouro. Franziu as ventas, procurando distinguir os meninos. Estranhou a ausência deles. Não se lembrava de Fabiano. Tinha havido um desastre, mas Baleia não atribuía a esse desastre a impotência em que se achava nem percebia que estava livre de responsabilidades. Uma angústia apertou-lhe o pequeno coração. Precisava vigiar as cabras: aquela hora cheiros de sucuarana deviam andar pelas ribanceiras, rondar as moitas afastadas. Felizmente os meninos dormiam na esteira, por baixo do caritó onde Sinhá Vitória guardava o cachimbo. Uma noite de inverno, gelada e nevoenta, cercava a criaturinha. Silêncio completo, nenhum sinal de vida nos arredores. O galo velho não cantava no poleiro, nem Fabiano roncava na cama de varas. Estes sons não interessavam Baleia, mas quando o galo batia as asas e Fabiano se virava, emanações familiares revelavam-lhe a presença deles. Agora parecia que a fazenda se tinha despovoado. Baleia respirava depressa, a boca aberta, os queixos desgovernados, a língua pendente e insensível. Não sabia o que tinha sucedido. O estrondo, a pancada que recebera no quarto e a viagem díficil do barreiro ao fim do pátio desvaneciam-se no seu espírito. Provavelmente estava na cozinha, entre as pedras que serviam de trempe. Antes de se deitar, Sinhá Vitória retirava dali os carvões e a cinza, varria com um molho de vassourinha o chão queimado, e aquilo ficava um bom lugar para cachorro descansar. O calor afugentava as pulgas, a terra se amaciava. E, findos os cochilos, numerosos preás corriam e saltavam, um formigueiro de preás invadia a cozinha. A tremura subia, deixava a barriga e chegava ao peito de Baleia. Do peito para trás era tudo insensibilidade e esquecimento. Mas o resto do corpo se arrepiava, espinhos de mandacaru penetravam na carne meio comida pela doença. Baleia encostava a cabecinha fatigada na pedra. A pedra estava fria, certamente Sinhá Vitória tinha deixado o fogo apagar-se muito cedo. Baleia queria dormir. Acordaria feliz, num mundo cheio de preás. E lamberia as mãos de Fabiano, um Fabiano enorme. As crianças se espojariam com ela, rolariam com ela num pátio enorme, num chiqueiro enorme. O mundo ficaria todo cheio de preás, gordos, enormes.

RAMOS, Graciliano. Vidas Secas.